octubre 19, 2013

Fuerza y poder. Reimaginar la revolución, de Amador Fernández-Savater

http://www.eldiario.es/interferencias/Fuerza-poder-Reimaginar-revolucion_6_155444464.html
de Amador Fernández-Savater 19/7/2013


¿Cómo es posible que un grupo de cincuenta personas pare un desahucio? Y eso una y otra vez (hasta seiscientas). Esta pregunta me ronda desde hace un tiempo. El 25-S, en la plaza de Neptuno, constatamos directamente que la policía es capaz de desalojar un espacio con cualquier número de manifestantes. Entonces, ¿qué fuerza es la que permite a esas cincuenta personas parar un desahucio? ¿Qué significa tener fuerza, si no coincide exactamente con tener poder (físico, cuantitativo, económico, institucional, etc.)? Lo que viene a continuación es un ensayo de respuesta que no pretende agotar la pregunta. Es decir, caben otras respuestas y, sobre todo, cabe seguir planteándose la respuesta -y esto me parece lo más importante.
Guerra de movimiento y guerra de posiciones
Abro ahora un delta antes de volver al cauce central del río que es la pregunta por la fuerza de ese puñado de personas frente a una casa. Me sitúo así en el debate en torno a la idea de revolución que se dio en el marxismo de entreguerras, interesándome especialmente por el planteamiento del marxista italiano Antonio Gramsci. A primera vista es un salto muy extraño, pero se trata de un debate con resonancias bien contemporáneas. El pasado no pasa: es un depósito riquísimo de imágenes y saberes siempre actualizable (resignificable) desde los problemas y las necesidades del presente.
Gramsci interviene en el debate con una distinción entre “guerra de movimiento” y “guerra de posiciones”. Pensar la lucha de clases como una guerra y usar por tanto el lenguaje de la estrategia militar era algo muy típico entonces en el marxismo. Y además Gramsci escribe desde las cárceles de Mussolini y bajo la necesidad de inventar continuamente metáforas para esquivar la censura. Paradójicamente, el recurso a ese lenguaje alusivo y muchas veces críptico, en lugar del vocabulario marxista clásico, multiplicó por mil la capacidad de sugerencia e inspiración de la obra de Gramsci para el futuro.
Pues bien, los rasgos clave de la “guerra de movimiento” son: la velocidad, el carácter minoritario y el ataque frontal. Gramsci está discutiendo aquí con nociones como la “revolución permanente” de Trotsky, la huelga general de George Sorel, la insurrección obrera de Rosa Luxemburgo y, especialmente, con la toma de poder leninista. Estas imágenes del cambio revolucionario chocan una y otra vez con la realidad europea y occidental: represión sangrienta del levantamiento espartaquista en Alemania (1918), desarticulación de la revuelta popular de los consejos obreros en Italia durante el “bienio rojo” (1919-20), etc. Para evitar los efectos previsibles de frustración y seguir aspirando activamente al cambio social, hay que reimaginar la revolución.
La guerra de movimiento sólo tiene éxito, medita Gramsci desde la cárcel, allí donde la sociedad es relativamente autónoma del Estado y la sociedad civil (como llama a las instituciones interrelacionadas con el poder estatal: justicia, medios de comunicación, etc.) es primaria y no tiene forma: por ejemplo, Rusia. Pero en Europa occidental, por el contrario, las instituciones de la sociedad civil son muy sólidas y hacen las veces de “trincheras y fortificaciones que protegen el orden social. Parece que una catástrofe económica ha abierto una brecha decisiva en la posición enemiga, pero sólo es un efecto superficial y detrás hay una línea de defensa eficiente”.
Gramsci critica el “misticismo histórico” (la revolución como fulguración milagrosa) y el determinismo económico (la suposición de que el hundimiento económico desencadenará el proceso revolucionario), y teoriza otra estrategia, otra imagen de la transformación social: la “guerra de posiciones”. El rasgo clave de la guerra de posiciones es la afirmación y el desarrollo de una nueva visión del mundo. En cada gesto de la vida cotidiana, dice Gramsci, hay una visión del mundo (o filosofía) implícita. La revolución difunde una nueva visión del mundo (y por tanto otros gestos) que vacía poco a poco el poder de la antigua y finalmente la desplaza. Ese proceso es lo que Gramsci llama “construcción de hegemonía”. No hay poder que puede durar mucho tiempo sin hegemonía, sin control sobre los gestos de la vida corriente. Sería un dominio sin legitimidad, un poder reducido a pura represión, a miedo. A la toma del poder le debe preceder, por tanto, una “toma” de la sociedad civil.
Cristianismo e Ilustración
Para ilustrar esta otra idea de revolución, Gramsci recurre a dos ejemplos: el cristianismo y la Ilustración. Es bien curioso: usa una reforma religiosa y un cambio intelectual como modelos para pensar la revolución política que anhela. En ambos ejemplos, el elemento determinante del cambio es una nueva definición de la realidad.
En el caso del cristianismo, la idea de que Cristo ha resucitado y hay vida después de la muerte. El cristianismo se organiza en torno a esta “buena nueva” que se trata de infiltrar por todas las rendijas del viejo mundo pagano. Lo interesante aquí es que los primeros cristianos obvian el poder. Actúan más bien de modo que el poder viene finalmente a ellos, lo que ocurre con la conversión del emperador Constantino en el siglo IV d.C. La lección de los primeros cristianos sería: no pelees directamente por el poder, extiende la nueva concepción del mundo de la que eres portador y así finalmente el poder caerá (en tus manos).
En el caso de la Ilustración, la idea de una igual dignidad de todas las personas en tanto que seres dotados de razón. La Ilustración es el movimiento que disemina esta idea, en salones, clubs o enciclopedias. Finalmente, dice Gramsci, cuando se hace la Revolución Francesa, ya se ha ganado antes. La dominación no tiene legitimidad porque la nueva concepción del mundo ha desplazado silenciosamente a la antigua, dejando fuera de juego a los poderes del Antiguo Régimen casi sin que se den cuenta. La lección de los ilustrados sería: la revolución se gana antes de hacer la revolución, en el proceso de elaboración y expansión de una nueva imagen del mundo.
Estos son los ejemplos que menciona Gramsci, que murió en prisión en 1937. Pero el siglo XX nos deja otros seguramente mucho más cercanos a nosotros. Pensemos por ejemplo en el movimiento homosexual. Un movimiento a la vez visible e invisible, formal e informal, político y cultural, que transforma completamente la percepción común sobre la la diferencia afectivo-sexual y alcanza como efecto cambios a nivel legislativo. O en el movimiento negro de derechos civiles. Martin Luther King explicaba que la fuerza irresistible del movimiento era la superación de los sentimientos profundamente interiorizados de inferioridad mediante la confrontación con los opresores de igual a igual (por ejemplo en las campañas de desobediencia civil). Ese levantamiento de dignidad traería por añadidura modificaciones en las leyes del país.
Por tanto, la guerra de posiciones, a diferencia de la guerra de movimiento, es una infiltración más que un asalto. Un lento desplazamiento más que una acumulación de fuerzas. Un movimiento colectivo y anónimo más que una operación minoritaria y centralizada. Una forma de presión indirecta, cotidiana y difusa más que una insurrección concentrada y simultánea (aunque ojo: Gramsci no excluye en ningún momento el recurso a la insurrección, pero lo subordina a la construcción de hegemonía). Y se basa sobre todo en la elaboración y el desarrollo de una nueva definición de la realidad, esto es, explicado con palabras del filósofo Cornelius Castoriadis, de “lo que cuenta y lo que no cuenta, lo que tiene sentido y lo que no lo tiene, una definición inscrita, no en los libros, sino en el ser mismo de las cosas: el actuar de los seres humanos, sus relaciones, su organización, su percepción de lo que es, su afirmación y búsqueda de lo que vale, la materialidad de los objetos que producen, utilizan y consumen”.
El 15-M como revolución cultural
Volvamos ahora a la primera escena, teniendo en mente este apunte de Gramsci. Creo que si cincuenta personas son capaces de parar un desahucio es porque (en alguna medida) ya se ha parado antes. Es decir, porque el 15M, entendido como un nuevo clima social y no como organización o estructura, ha redefinido la realidad. Lo que antes no se veía (el mismo hecho de que haya desahucios) ahora se ve. Lo que antes se veía (normalizado) como una “ejecución rutinaria por impago de hipoteca”, ahora nos resulta algo intolerable. Lo que se nos presentaba como inevitable, ahora aparece como algo contingente. El clima 15M pone en crisis, en los términos del análisis de Gramsci, las instituciones de la sociedad civil asociadas al Estado: policías que rechazan acudir a los desahuciosjueces que aprovechan cualquier resquicio legal para favorecer a los desahuciados, periodistas y medios de comunicación que empatizan y amplifican sus mensajes, etc. En definitiva, cincuenta personas, en conexión directa con el clima 15M, tanto en el qué (por lo que luchan) como en el cómo (las formas de luchar), no sólo son cincuenta personas. Están acompañadas por millones, invisibles. Es lo que el filósofo Alain Badiou llama una “minoría mayoritaria”. Un agente del cambio: capaz de contagiarlo porque él mismo está contaminado.
Podemos definir entonces fuerza, volviendo a la pregunta que nos hacíamos al principio, como la capacidad para redefinir la realidad: lo digno y lo indigno, lo posible y lo imposible, lo visible y lo invisible. El clima 15M no tiene seguramente mucho poder (físico, cuantitativo, institucional o económico) pero sí fuerza. No sólo es un cambio social o político, sino también -y muy especialmente- una transformación cultural (o incluso estética): una modificación en la percepción (los umbrales de lo que se ve y lo que no se ve), en la sensibilidad (lo que consideramos compatible con nuestra existencia o intolerable) y en la idea de lo posible (“sí se puede”).
La importancia de todo esto no la han entendido muy bien quienes critican el sesgo excesivamente “emocional” del 15M, empezando por el famoso sociólogo Zygmunt Bauman. Porque es precisamente eso que llamamos vagamente afectivo o emocional -es decir, la base inconsciente de nuestra vida en común- lo que puede mover a alguien a considerar vecino a alguien que vive lejos y a plantarse enfrente de su casa para protegerle de un desahucio. El sentimiento de que la vida de cada cual no se agota en uno mismo, sino que está interconectada a otras muchas vidas desconocidas (“somos el 99%”).
La política no es en primer lugar un asunto de denuncia y concienciación, porque no hay gota que colme el vaso y lo malo se puede tolerar indefinidamente, sino una especie de cambio de piel por el cual nos hacemos sensibles a esto o alérgicos a aquello. No pasa por convencer (discurso) o seducir (marketing) sino más bien por abrir todo tipo de espacios donde hacer una experiencia de otra forma de vida, de otra definición de la realidad, de otra visión del mundo. En la pelea por la hegemonía, la piel -la tuya, la mía, la de todos- es el campo de batalla.

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