julio 15, 2014

Monarquía, los ecos que conviene escuchar, de Julián Casanova

Hay quienes todavía ven la historia como el reino de la política y de las clases dirigentes, un relato de las acciones y aspiraciones de los notables inextricablemente unido a los hechos militares y políticos. El pueblo, las clases sociales, la cultura popular tienen un interés histórico secundario. Solo el mundo de las élites, de aquellos que toman decisiones, formulan y ejecutan la política, constituye un asunto legítimo de estudio.

Y aunque la democratización y el surgimiento de la sociedad de masas nos obligaron a los historiadores a cambiar nuestros discursos y objetos de estudio, lo que permanece en muchos medios de comunicación y en libros de texto difundidos en los centros de enseñanza es esa tradición secular de historia política, concebida como una narración de los acontecimientos vinculados al núcleo de lo político-diplomático-militar. El código de opiniones que se difunden sobre la monarquía de Juan Carlos I, una especie de registro de verdades casi inalterable, es buena prueba de ello. La historia de España de los últimos dos siglos, sin embargo, anima a adentrarse por otros territorios.
Entre el final del reinado de Carlos IV, en 1808, y el comienzo del de Alfonso XII, en 1875, España pasó por diferentes tipos de revueltas populares, revoluciones, guerras civiles, pronunciamientos militares e incluso 11 meses de República. Por el camino se quedaron varias constituciones promulgadas y abolidas y se resolvió, con sonados conflictos, avances y retrocesos, la pugna entre el modelo político y social del Antiguo Régimen y el del liberalismo. De todo ello salió un orden liberal caracterizado por una mezcla de modernización y atraso político, de intentos de otorgar soberanía a la nación con otros autoritarios, y un Estado centralista con un papel fundamental del Ejército.
La crónica de la monarquía borbónica que restauró el pronunciamiento de Martínez Campos en Sagunto, el 29 de diciembre de 1874, y que cayó el 14 de abril de 1931, es fundamental para entender la persistencia de algunos valores tradicionales en España y para explicar el pobre bagaje democrático que la derecha y la monarquía de Juan Carlos podían exhibir en el momento de la muerte de Franco, tras 40 años de dictadura.
Cuando Alfonso XIII nació, en 1886, España era un viejo imperio venido a menos. Al acceder al trono en la primavera de 1902, acababa de perder Cuba, Filipinas y Puerto Rico, y ese Desastre de 1898,como se le llamó al derrumbe definitivo del imperio, a la pérdida de las últimas colonias, incrementó el pesimismo entre los contemporáneos, aunque el debate sobre cómo regenerar a la nación abrió también nuevos caminos para la democratización de las instituciones políticas y de la sociedad.
Fueron décadas, esas de finales del siglo XIX y comienzos del XX, de falseamiento electoral, de compra de votos y pucherazos, con redes tejidas por los amigos políticos y un Parlamento alejado del principio de soberanía nacional. Era un sistema en el que se turnaban en el poder dos partidos de notables, liberales y conservadores, que controlaban la administración a través de un entramado político basado en el caciquismo, el patronazgo, un modelo clientelar que estaba entonces también vigente en otros países del ámbito mediterráneo como Italia o Portugal.
El reto para Alfonso XIII y para las elites políticas era emprender una reforma del sistema político desde arriba, para evitar la revolución des de abajo, que ampliara las bases sociales sin poner en peligro su dominio. La historia política del reinado de Alfonso XIII es la crónica de ese fracaso. El rey intervino en política, tratando de manejar a su gusto la división interna de liberales y conservadores, con facciones, clientelas y cacicatos enfrentados por el reparto del poder. Por otro lado, a los problemas heredados del siglo XIX, como el clericalismo o el militarismo, se añadieron otros nuevos como la guerra de Marruecos, el nacionalismo catalán, la aparición de un republicanismo más radical o el crecimiento del movimiento obrero organizado.
Entre 1900 y 1930, España vivió un período de notable modernización y crecimiento económico. La sociedad que apareció como consecuencia de esos cambios era también diversa y compleja. En la cúspide estaban las buenas familias de la burguesía, que controlaban por medio de la banca a las grandes industrias e influían en la política económica de los gobiernos del reinado de Alfonso XIII, y la oligarquía rural, una nueva clase de propietarios rurales, grandes terratenientes en el sur, que habían adquirido tierra a partir de las desamortizaciones decimonónicas. Un bloque social dominante al que pertenecían también los herederos de los antiguos estamentos privilegiados, la aristocracia y la Iglesia católica. Y de ese bloque procedía la mayoría de los gobernantes de un sistema político frente al que germinó la semilla republicana, anarquista y socialista, sembrada ya en la las últimas décadas del siglo XIX.
El sistema político que presidía Alfonso XIII no pudo o no supo ensanchar su base, canalizar a través del parlamento los diversos intereses de esas clases sociales salidas de la industrialización, la modernización y el crecimiento urbano.
El pueblo, las clases trabajadoras, con sus organizaciones, acciones colectivas y movilizaciones, aparecieron en el escenario público y pidieron persistentemente que no se les excluyera del sistema político. Lo que al principio no pasaba de ser un lejano eco, culminó en abril de 1931 en la quiebra de la cúspide de ese sistema.
Antes, el rey y los militares habían intentado evitarlo, con una dictadura implantada por el general Miguel Primo de Rivera en septiembre de 1923, pero cuando ese dictador cayó, el 26 de enero de 1930, abandonado por el rey, la hostilidad frente a la monarquía se extendió como un huracán imparable por mítines y manifestaciones por toda España. «La Monarquía se había suicidado», declaró Miguel Maura, el hijo de Antonio Maura, antiguo líder conservador, y por eso él y otros ilustres monárquicos decidieron a lo largo de 1930 incorporarse a la República. Porque era mejor defender dentro de una República «los principios conservadores legítimos», que dejar el campo libre a los partidos de izquierda y a las organizaciones obreras.
Una tormenta que no pasó
La jornada del 12 de abril de 1931 se convirtió en un plebiscito entre Monarquía o República. «Las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo», dejó escrito Alfonso XIII en la nota con la que se despedía de los españoles, antes de abandonar el Palacio Real la noche del martes 14 de abril de 1931. Cuando llegó a París, declaró que la República era «una tormenta que pasará rápidamente». Tardó en pasar más de lo que Alfonso XIII pensaba, o deseaba. Más de cinco años duró esa República en paz, antes de que una sublevación militar y una guerra la destruyeran por las armas.
Desde el exilio, Alfonso XIII favoreció desde el principio la causa de los militares sublevados –«su primer soldado soy yo», le dijo a los generales Mola y Franco– y donó 10 millones de dólares, una parte del dinero que había conseguido transferir al extranjero tras su caída. Y su hijo Juan de Borbón no pudo cumplir su firme deseo de luchar al lado de los rebeldes. Primero lo impidió Mola, cuando, procedente de Cannes, se presentó en Burgos, apenas 15 días después de la sublevación militar, para incorporarse al frente. Y después Franco, que no le permitió servir como voluntario en el acorazado Baleares, porque, según se encargó de divulgar convenientemente la propaganda, esa sabia decisión del Generalísimo impidió que el heredero del trono quedara comprometido por haber luchado en uno de los bandos en la guerra.
En realidad, desde la ley de sucesión de la jefatura del Estado, aprobada por las Cortes franquistas el 31 de mayo de 1947, España se convirtió en un reino sin rey, dominado por un Caudillo «por la gracia de Dios» que no mostró ningún interés en ceder a nadie la imagen de salvador y redentor que le equiparaba a los santos más grandes de la historia. Y cuando nombró sucesor, lo hizo obligado por la edad y la decadencia física.
A finales de los años 60, Franco había comenzado ya a mostrar claros síntomas de envejecimiento, agravados por la enfermedad de párkinson. Ante ese panorama, Carrero Blanco, que había sustituido en septiembre de 1967 al general Muñoz Grandes como vicepresidente del Gobierno, aceleró su plan de atar la institucionalización de la dictadura con la designación por Franco de un sucesor a título de rey.
Desde comienzos de los años 60, y después de haber soportado múltiples presiones para que designara a don Juan, padre de Juan Carlos, Franco lo había descartado como sucesor, así como a cualquier miembro de la dinastía carlista. Fue Carrero Blanco quien, sobre todo a partir de enero de 1968 –cuando Juan Carlos cumplió los 30 años, edad establecida para poder reinar por la ley de sucesión a la jefatura del Estado de 1947–, convenció a Franco para que tomara la decisión de nombrar al «príncipe de España» como su sucesor, al frente de una «monarquía del Movimiento Nacional, continuadora perenne de sus principios e instituciones».
El 21 de julio de 1969 Franco presentó a Juan Carlos como sucesor ante el Consejo del Reino y un día después a las Cortes, que aceptaron la propuesta del dictador por 491 votos afirmativos, 19 negativos y 9 abstenciones. El 23 de julio el príncipe juró «lealtad a Su Excelencia el Jefe del Estado y fidelidad a los Principios del Movimiento y las Leyes Fundamentales». El nombramiento respondía por fin a la pregunta de «después de Franco, ¿quién?» y parecía asegurar una continuidad de los principios e instituciones de la dictadura.
Desbandada de reformistas
Cuando Franco murió, el 20 de noviembre de 1975, su dictadura se desmoronaba. La desbandada de los llamados reformistas o aperturistas en busca de una nueva identidad política era ya general. Muchos franquistas de siempre, poderosos o no, se convirtieron de la noche a la mañana en demócratas de toda la vida. Era improbable que el franquismo continuara sin Franco, pero Arias Navarro y su Gobierno mantenían intacto el aparato represivo y tenían a su disposición ese ejército salido de la guerra, educado en la dictadura y fiel a Franco. Ese equilibrio «desigual e inevitable» entre el legado autoritario del franquismo y las aspiraciones democráticas enmarcó los primeros años de la transición.
Dos días después, a las 12 horas y 35 minutos, los acordes del himno nacional anunciaron la entrada del príncipe Juan Carlos de Borbón y Borbón, vestido con el uniforme de capitán general, en el hemiciclo de las Cortes franquistas. El presidente de las Cortes y de los Consejos del Reino y de Regencia, Rodríguez de Valcárcel, procedió a tomar juramento al nuevo rey según lo dispuesto en la ley de sucesión de 1947: «Juro por Dios y sobre los Evangelios cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional».
En el discurso que siguió, de apenas 12 minutos, Juan Carlos I recordó con respeto y gratitud la figura de Franco, manifestó su deseo de alcanzar un «efectivo consenso de concordia nacional» y los aplausos más largos los obtuvo, tras invocar el buen nombre de su familia y la tradición monárquica al servicio de España, cuando recordó la lucha «por restaurar la integridad territorial de nuestro suelo patrio».
Mitos duraderos
La «nueva etapa en la historia de España» que anunció entonces tardó bastante tiempo en avanzar. Las primeras elecciones democráticas llegaron más de un año y medio después, el 15 de junio de 1977, y la Constitución tuvo que esperar hasta diciembre de 1978, más de tres años después de la muerte de Franco. Al nuevo Rey se le protegió frente a las críticas y el debate público. El éxito de la transición a la democracia gracias a lo bien que la condujo, al piloto del cambio, fue siempre puesto en contraste con la mala reputación de la República, la causa de todos los conflictos que habían llevado a la guerra civil, una operación de propaganda y de consolidación de mitos que ha sido capaz de sobrevivir, sin mayores cambios, durante más de tres décadas de democracia.
El 22 de noviembre de 1975, cuando el príncipe Juan Carlos de Borbón y Borbón se convirtió en Juan Carlos I,
no había ningún guión escrito, ningún camino fijado de antemano para pasar de una dictadura de 40 años a una democracia. Las cosas evolucionaron en esa dirección, pero podrían haberlo hecho de forma muy distinta porque fue un proceso incierto y conflictivo, producto de un pacto de los sectores que provenían de la dictadura con los políticos de la oposición, pero también de las coacciones y amenazas de los poderes fácticos –con un ejército, casi sin excepciones, profundamente franquista– y de la presión ejercida por los movimientos sociales desde abajo.
Han pasado más de tres décadas de democracia y una buena parte de la clase política –y de los medios de comunicación que la apoyan– no quieren emprender cambios y reformas que mejoren la calidad de la democracia, refuercen la participación ciudadana y abran un debate sobre los usos y excesos del poder.
Hace tiempo que muchos historiadores comenzaron a reclamar una historia que dejara de concentrarse en las vidas y acciones de los dirigentes y prestara atención, por el contrario, a amplios segmentos de la población y a las condiciones de vida bajo las que vivían. De esa forma, al desplazar el foco de interés desde las élites a las vidas, acciones y experiencias de la mayoría de la población, el estudio del pasado se democratizó. Nada estaba escrito en 1975 y nada está escrito ahora, tras la abdicación de Juan Carlos I. Y la historia nunca se repite, pero conviene escuchar sus ecos.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza y autor, junto con Carlos Gil Andrés, del libro ‘Historia de España en el siglo XX’ (Ariel).

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