abril 08, 2017

Tzvetan Todorov, el elogio de la insumisión. Por Emma Rodríguez




 Para mí la resistencia consiste en decir no. Pero decir no es una afirmación. Es muy positivo, es decir no al asesinato y al delito. No hay nada más creativo que decir no al asesinato, a la crueldad y a la pena de muerte”. Quien esto dijo fue Germaine Tillion, en las filas de la resistencia francesa durante la II Guerra Mundial, una de las protagonistas de Insumisos, un ensayo del filósofo Tzvetan Todorov especialmente inspirador en estos tiempos en los que se quiere imponer la resignación, cuando las contestaciones en la calle son silenciadas o amordazadas; cuando la falta de pluralidad y la uniformización de las noticias se convierten en una espesa capa tras la cual es difícil ver con lucidez, abrazar la diferencia.

 

Se nos dice que hoy, en Occidente, vivimos en el mejor de los mundos posibles y es cierto. Si miramos hacia atrás los seres humanos han soportado peores circunstancias, sin tantas libertades, sin tantos adelantos en el campo de la medicina, de la tecnología… Pero, precisamente por eso, hay que estar alerta para no seguir dando pasos atrás, para no seguir retrocediendo en ese punto alcanzado en cuanto a derechos y bienestar para todos. Cuando las democracias neoliberales imponen cada vez más desigualdad; cuando asistimos perplejos y desolados a conflictos como el de los refugiados, es fácil pensar que no hay salida, pero la senda de la rendición nunca ha sido la que han tomado aquellos capaces de cambiar las reglas del juego. Esa capa de neblina, de imposición, extendida por el poder, en mayor o menor medida, a lo largo de la Historia, ha sido levantada una y otra vez por personas capaces de decir no, de defender la ética. Sus ejemplos demuestran que la lucha ante las injusticias es una estela de luz, un camino abierto por el que seguir avanzando, en el que seguir creyendo, sin temor a las caídas. Por eso este libro de Todorov, que tanto me ha aportado y que estoy segura enriquecerá a todo aquel que abra sus páginas, resulta tan necesario y estimulante ahora mismo.
En la misma línea que otra obra de la que os he hablado en otra entrada de Lecturas Sumergidas, La bondad insensata, del periodista italiano Gabriele Nissim, Insumisos analiza las acciones de gente que no se ha amedrentado ante los autoritarismos, que se ha rebelado contra las consignas del sistema cuando les han parecido indebidas, incluso llegando a poner en peligro sus propias vidas. Frente al anonimato de muchos de los protagonistas de la obra de Nissim, en este caso todos los personajes elegidos son conocidos y nos ayudan a comprender mejor el presente con sus conflictos, sus prolegómenos y sus consecuencias. Tzvetan Todorov (Sofía, Bulgaria, 1939) analiza los caminos de insumisión emprendidos por dos mujeres, Etty Hillesum y la ya citada Germaine Tillion, y por siete hombres: Borís Pasternak, Aleksandr Solzhenitsyn, Nelson Mandela, Malcolm X, David Shulman y Edward Snowden.
Lingüista, filósofo, historiador y profesor, Todorov, conocido por ensayos como El miedo a los bárbaros, La literatura en peligro, La experiencia totalitaria o Los enemigos íntimos de la democracia, parte de su propia experiencia y nos explica por qué para él tiene tanta importancia y tanto sentido este elogio de la insumisión, una palabra no demasiado estimada por los defensores del orden, de la corrección, de la estabilidad, principios ensalzados por quienes tachan de radical todo aquello que pone en entredicho los privilegios de unos pocos. Las vivencias del autor en su país natal, Bulgaria, dentro de la órbita del totalitarismo soviético; la denuncia de los crímenes de Stalin llevada a cabo en 1956 por Nikita Jrushchov, que auguraba una etapa de apertura que se frustró con la sangrienta invasión de Hungría, son escalones en la biografía de toda una generación, en su propia biografía, que le fueron llevando a interesarse cada vez más por “la práctica de la moral en política”, por la confusión entre ambos ámbitos.
Lingüista, filósofo, historiador y profesor, Todorov parte de su propia experiencia y nos explica por qué para él tiene tanta importancia y tanto sentido este elogio de la insumisión, una palabra no demasiado estimada por los defensores del orden, de la corrección, de la estabilidad.
Aparentemente el régimen reivindicaba determinados valores absolutos –igualdad, libertad, dignidad humana, desarrollo personal, paz y amistad entre los pueblos–, y se suponía que todas las medidas políticas concretas derivaban de estos nobles principios y nos conducían a ellos. Apuntaban a un fin sublime, al futuro radiante y a la sociedad comunista ideal. Pero enseguida entendimos que toda esta construcción no era más que una fachada destinada a camuflar el verdadero orden, que era muy diferente”, nos cuenta el autor.
La consecuencia de esta confusión era la grave erosión de todo el ámbito de la moral”, prosigue, dividiendo a la población en tres grupos, según su manera de responder a la situación: el círculo cercano a los dirigentes, familiares y amigos, que gozaban de todas las ventajas y privilegios; la parte de la población que se ajustó a los valores oficiales y ejerció la vigilancia sobre sus vecinos, compañeros de trabajo y allegados, denunciando a los que se apartaban del redil obligado, y los que optaron por una especie de exilio interior, viviendo de la manera más digna posible dentro de su ámbito privado, fuera de las normas del Partido Comunista, pero manteniendo las apariencias y aprendiendo a recurrir a evasivas a la hora de expresar sus opiniones.

No existían opositores declarados al régimen, pero sí gente fiel a sus propios valores, incapaz de delatar a sus iguales, amiga de la verdad, pese a optar por el silencio, en la Bulgaria que conoció el joven estudiante Todorov, que poco después de terminar sus estudios se trasladó a Francia, consciente ya de que el tema de la moral en la vida pública iba a ser una de las constantes en su camino, un trayecto marcado siempre por la necesidad de bucear en las contradicciones del ser humano, en las grietas de las sociedades, con una mirada inquieta y un perspicaz sentido crítico. En este preludio de Insumisos resulta interesantísimo cómo cuenta el filósofo su toma de contacto con un país nuevo, con una sociedad, la francesa, donde la vigilancia y la delación quedaban muy lejos.
Resulta interesante ver cómo en ese nuevo lugar hubo de enfrentarse a la ausencia de ideales, una ausencia que llegó con el final de la guerra fría, inicio del trayecto que nos ha traído hasta nuestros días, hasta estos comienzos del siglo XXI marcados por la incertidumbre. “Al no tener ya enemigo ideológico, la democracia perdió una parte de su identidad, esa aspiración a determinados valores que destacaban por contraste”, argumenta el filósofo, al tiempo que constata que también en los países del otro lado del antiguo telón de acero cayeron los principios trascendentes en los que la colectividad había creído, citando a una autora fundamental para entender este proceso, la reciente premio Nobel ucraniana Svetlana Alexiévich, quien en su obra El fin del hombre rojo, escrita, como es habitual en ella, tras entrevistar a hombres y mujeres anónimos, señala: “Estábamos dispuestos a morir por nuestros ideales. A luchar por ellos (…) Todos los valores se desmoronaron (…) Los nuevos sueños son construirse una casa, comprarse un coche bonito y plantar groselleros. Ya nadie hablaba de ideales. Hablábamos de créditos, de porcentajes y de letras de cambio. Ya no trabajábamos para vivir, sino para “ganar” dinero, para “hacer” dinero…
A partir de la lectura de la obra de Alexiévich y de sus propias experiencias, Todorov señala: El pasado era terrible (los recuerdos de la violencia totalitaria eran terribles), pero el presente está vacío, y todas las aspiraciones humanas han quedado sustituidas por el frenesí consumista. En el mundo de los valores hemos pasado del espejismo comunista al desierto capitalista.
“Estábamos dispuestos a morir por nuestros ideales. A luchar por ellos (…) Todos los valores se desmoronaron (…) Los nuevos sueños son construirse una casa, comprarse un coche bonito y plantar groselleros. Ya nadie hablaba de ideales. Hablábamos de créditos, de porcentajes y de letras de cambio. Ya no trabajábamos para vivir, sino para “ganar” dinero, para “hacer” dinero…” escribe la Nobel ucraniana Svetlana Alexiévich en “El fin del hombre rojo”.
Seguimos en el prólogo. Leemos que en Occidente los valores de antaño, cuando las democracias hacían gala de sus principios frente a los regímenes totalitarios, han sido reorientados, por la parte de la población más comprometida, hacia la acción humanitaria y los movimientos sociales. Poco después, el pensador se muestra muy crítico con la creencia de que las democracias son el bien supremo que hay que exportar, utilizando la fuerza militar si fuese necesario, a todo el mundo, dogma promovido por Estados Unidos y sus aliados que ha provocado recientes intervenciones en países como Irak, Afganistán o Libia, con sus nefastas consecuencias (aquí habría que añadir el conflicto sirio).
La guerra da a la población que la sufre un ejemplo de violencia muy alejado de los valores democráticos o humanitarios que se reivindican. A consecuencia de estas intervenciones, las razones para atacar objetivos occidentales no se han debilitado, sino que se han multiplicado, y pueden encontrarse incluso en las poblaciones inmigrantes de los propios países occidentales”, argumenta el autor, trazando un certero retrato de las políticas actuales, encaminadas a limitar las libertades civiles y a legalizar la tortura en nombre de la lucha “contra un enemigo implacable”.
Nuestro pueblo es un apasionado de la libertad y defiende la dignidad humana, dicen los dirigentes de los países que causan la guerra, pero nuestros enemigos sólo saben sembrar la muerte, violar y decapitar. Nuestros muertos tienen una familia que llora por ellos, pero los suyos son cifras y abstracciones. Pero ¿estamos seguros de que “nosotros” nos comportamos siempre de manera civilizada, mientras que “ellos” representan la barbarie? Las víctimas no desaparecen por el hecho de que las describamos como consecuencia de “atropellos” o “efectos colaterales”. Nuestros drones matan simultáneamente a combatientes y a sus vecinos. ¿Son una respuesta a las ejecuciones de rehenes que difunden en internet? Son ellos los que mantienen discursos inflamados, pero, llegado el caso, nosotros estamos dispuestos a pegar fuego a su país. Es difícil demostrar que intervenciones de este tipo ilustran los valores morales que defendemos, y no nuestros intereses.”
Escuchamos a Tzvetan Todorov y saltan por los aires los discursos oficiales amplificados por los medios. En el revelador preludio de Insumisos el autor nos anima a poner en valor las argumentaciones asumidas, a desenmascarar las mentiras de las democracias liberales, convertidas en sistemas montados para favorecer los intereses de clases dirigentes abocadas, cada vez más, a la corrupción, sin ningún interés en el bien común.
¿En estas circunstancias nuestra única respuesta debe ser la preocupación por la salvación individual, por satisfacer los propios deseos, sin tener en cuenta la desigualdad, el sufrimiento de los pueblos marginados, de los más débiles? ¿Ante la injusticia sólo cabe mirar para otro lado, resignarse, renunciar a cualquier cambio? No dejamos de abrir interrogantes, de plantearnos preguntas, estimulados por la reflexión, por el análisis de este hombre que en ningún momento ha dejado de cuestionarse el mundo que estamos construyendo entre todos.
En nuestras sociedades “el desarrollo económico se mide en función del éxito económico, y la lógica del mercado se extiende a todas las demás dimensiones de la vida”, seguimos las palabras de Todorov, quien constata que en el lenguaje de los medios, en el vocabulario de los triunfadores, de los adinerados, “la palabra moral tiene una connotación negativa, es necesariamente regresiva y retrógrada, y queda bien asegurar que nos hemos liberado de ella”.
Pero Insumisos es un ensayo que vuelve a otorgar a la moral, a la ética, el lugar que les corresponde. La moral ha abandonado los discursos, no los comportamientos, nos indica el autor, apuntando a las muchísimas personas que siguen actuando teniendo en cuenta a los demás, sabedoras de que satisfacer únicamente los propios intereses no conduce a la felicidad. Esas personas, prosigue, “no piensan que todos los valores son de naturaleza económica y dan más valor a las relaciones humanas que a la acumulación de bienes muebles e inmuebles”.
La búsqueda de ejemplos, de modos de resistencia, de personalidades que en situaciones extremas optaron por no estar conformes, por no aceptar la coacción, es el punto de partida de este libro que se plantea una gran pregunta: ¿cómo reaccionar? Una pregunta que todos nos hemos hecho ante circunstancias concretas, ante abusos en el trabajo; ante mentiras e injusticias reiteradas en el devenir colectivo, en las actuaciones políticas. ¿Cómo reaccionar cuando nos engañan, cuando intentan manipularnos; cuando amordazan nuestras libertades; cuando contemplamos el maltrato a los menos favorecidos? ¿Basta con expresar nuestras opiniones a través de las redes sociales? ¿Basta con apoyar peticiones públicas, con asistir a manifestaciones…?
La búsqueda de ejemplos, de modos de resistencia, de personalidades que en situaciones extremas optaron por no estar conformes, por no aceptar la coacción, es el punto de partida de este libro que se plantea una gran pregunta: ¿cómo reaccionar? Una pregunta que todos nos hemos hecho ante circunstancias concretas.
Lo más probable es que, frente a la opresión o a la injusticia, la tendencia natural de la mayoría de nosotros sea someterse y esperar a que pase la tormenta”, señala Todorov, quien nos invita a seguir los itinerarios de sus ocho protagonistas, figuras que han transformado su virtud moral en instrumento de cambio, en distintas etapas de la historia reciente: la ocupación alemana con la consiguiente persecución de los judíos; el régimen comunista en la Unión Soviética; la guerra de Argelia; el apartheid en Sudáfrica; la discriminación racial; el conflicto entre israelíes y palestinos y la denuncia de los métodos de vigilancia sobre los ciudadanos utilizados por el gobierno estadounidense.
Visibilizar los caminos de la resistencia, de la insumisión, ya es un paso importante en momentos en los que se impone la confusión, el relativismo del todo vale. Reivindicar acciones y resoluciones éticas poco tenidas en cuenta, tan lejanas a lo que habitualmente se muestra como referencia, es una buena manera de empezar a admirar otros modelos de comportamiento y ayuda a imaginar nuevas sociedades en las que sentirnos más plenos. El recorrido que nos propone Todorov comienza con Etty Hillesum, la figura menos conocida y tal vez la más difícil de comprender, porque la senda que eligió no fue la de la acción sino la de la espiritualidad.

ETTY HILLESUM, UN ROTUNDO NO

A LA VIOLENCIA

Etty Hillesum
La historia de esta mujer, holandesa de origen judío, cuyo testimonio ha llegado hasta nosotros a través de los diarios que escribió, es la historia de una evolución al hilo de las circunstancias, de las experiencias vividas, sin abandonar nunca el amor al mundo y el rechazo radical de la violencia. Del deseo de transformarse interiormente, vía que adoptó en un primer momento, Hillesum pasó a encontrar sentido a su destino en la ayuda que proporcionó a los perseguidos en el campo de tránsito donde trabajó hasta que el horror nazi acabó con su propia vida. El amor a los otros, el no sometimiento al clima de odio instaurado, caracteriza a quien proclamaba que lo único criminal era el sistema, no los individuos ni los pueblos; quien propuso siempre el trabajo moral individual para destruir el mal (“la venganza”, decía, “no elimina el mal, sino que lo reproduce, lo eterniza”).
Admiradora de Tolstói, hermanada con el autor ruso y con Gandhi en la senda de la resistencia pacífica, Etty Hillesum asumió el sufrimiento como consustancial a la existencia y no dejó que la tragedia impidiese el abrazo a la vida y al orden cósmico que tanto nos recuerda la obra poética de Walt Whitman. Fueron sus fuertes convicciones personales las que le sirvieron de escudo y actuaron como una especie de muro, de armadura, contra la que rebotaron todas las agresiones externas, nos dice Todorov, quien se siente profundamente conmovido ante esta particular senda de entrega y de virtud.

GERMAINE TILLION, LA POLÍTICA

DE LA CONVERSACIÓN

Germaine Tillion
También condenaba el odio otra mujer, Germaine Tillion, que nunca dejó de creer en la pertenencia de todos los hombres y mujeres a la misma humanidad universal, pero su lucha fue mucho más activa y defendió la necesidad de determinadas acciones terroristas contra el enemigo, aunque no llegase a intervenir directamente en ellas. Educada en el patriotismo republicano y en la fe cristiana, esta figura de la resistencia francesa que vivió hasta los 101 años (murió en 2008), buscó siempre la verdad, fuese en el bando que fuese, y condenó todo tipo de totalitarismos.
El retrato que de ella nos llega nos muestra a un ser dispuesto a aprender de todo lo vivido, de los distintos niveles de sufrimiento por los que pasó en la cárcel y en el campo de concentración al que fue a parar. “Lo que más dolor le causaba”, nos cuenta Todorov “no eran los golpes ni siquiera la perspectiva de morir, sino la violencia que sufrían las personas queridas” y, sin embargo, pese a asistir a la tortura de algunos de sus mejores amigos y a la muerte en una cámara de gas de su madre –apresada por las actividades de su hija en la resistencia– siempre tuvo presente que no podía convertirse en “prisionera ni de su cuerpo ni de su miedo” y luchó con todas sus fuerzas por no perder “su deseo visceral de vivir”.
Germaine Tillion mantuvo la dignidad en circunstancias durísimas; supo que era sano reírse de sí misma y de lo que la rodeaba para mantener una distancia salvadora; siguió adelante aferrada a la sólida convicción de que, tanto ella como sus compañeras de cautiverio, tenían la misión, si alcanzaban la libertad, de “dar testimonio e informar”,  a todos del nivel de envilecimiento en el que se cayó en uno de los países más “civilizados” del mundo”, escribe Todorov, “no para vengarse”, sino para impedir que ese mal volviese.
Son muchas las enseñanzas que nos depara la biografía de esta mujer, a quien su trabajo como etnóloga antes de la guerra le proporcionó las herramientas necesarias para analizar y conocer mejor la dinámica del campo de concentración, para conseguir, por ejemplo, esconderse y negarse a trabajar, porque ese era también un modo de resistencia. Nos dice Todorov, llegados a este punto, que resistir es también no sucumbir al régimen del “cada quien a lo suyo”, de “el hombre es un lobo para el hombre”, prácticas que se afanaban por instaurar los vigilantes de los campos. “Por el contrario”, señala, “preocuparse por los demás favorece la propia supervivencia”. Germaine Tillion hablaba de “los hilos de la amistad, muchas veces sumergidos bajo la brutalidad desnuda del egoísmo” pero que fueron capaces de mantener invisiblemente unidas a muchas de las víctimas que padecieron, junto a ella, la más absoluta opresión y humillación.
Germaine Tillion siguió adelante aferrada a la sólida convicción de que, tanto ella como sus compañeras de cautiverio, tenían la misión, si alcanzaban la libertad, de “dar testimonio e informar”,  a todos del nivel de envilecimiento en el que se cayó en uno de los países más “civilizados” del mundo.”
Son muchas las reflexiones que despierta esta figura que se enfrenta a sus propias contradicciones; que, tras ser liberada, con tantas heridas a cuestas, se desvincula de sus creencias religiosas porque “el mal que ha vivido es tan excesivo que acaba siendo incompatible con la idea de un mundo creado y ordenado por Dios”; que pasa de odiar a sus enemigos a sentir pena por ellos cuando les llega el momento de ser juzgados; que junto a los horrores nazis reconoce también el calvario por el que hubo de pasar el pueblo alemán y se convence de que “no existe un pueblo que pueda librarse del desastre moral colectivo”.
Pudo comprobarlo sobre el terreno en otro momento de su largo trayecto, cuando actuó como observadora y mediadora en otro doloroso episodio, la guerra de Argelia. Entonces los argelinos eran los que resistían. “La Francia liberal, democrática y socialista aplica también, a su manera, lo que estigmatizamos hace unos años en los nazis. Lo que demuestra que ningún pueblo queda al margen de la posibilidad de que este mal absoluto lo infecte”, recoge Todorov las palabras de su protagonista.
Germaine Tillion, como nos explica el ensayista, se negó a tomar partido por ninguno de los dos bandos. El odio de las dos partes –las torturas del ejército francés y los atentados indiscriminados contra la población civil francesa por el otro lado– la conducen a elaborar su teoría sobre los “enemigos complementarios”, que desarrolla bajo ese título en uno de sus libros. “Tillion decide oponerse no a Francia, ni a Argelia, sino a las fuerzas intolerantes y extremistas presentes en ambos bandos”, escribe Todorov. “Intenta luchar no contra una u otra facción, sino contra una pulsión que puede ponerse de manifiesto en todos. Así, el único horizonte que puede contemplar es lo que llama “la política de la conversación”: sentarse alrededor de una mesa, mirarse uno a otro a los ojos, dirigir la palabra al otro y luego escucharlo, y estar dispuesto a colocarse provisionalmente en su lugar para entenderlo…
Es intenso, apasionante, el capítulo dedicado a esta mujer que en la última etapa de su vida defendió con vehemencia la educación para todos y luchó para que los presos en Francia pudieran estudiar en la cárcel. Es central en el recorrido porque la figura de Tillion tiene muchos puntos en común con las actitudes de otros dos de los protagonistas: Nelson Mandela y Aleksandr Solzhenitsyn, ambos transformados como personas por sus extremas vivencias de prisioneros. El repaso a las experiencias del escritor ruso está muy unido al de un compatriota, también escritor, Borís Pasternak. Los dos recibieron el Premio Nobel, aunque de muy distinta manera; los dos representan caminos opuestos de resistencia.

PASTERNAK Y SOLZHENITSYN:

LAS ARMAS DE LA LITERATURA

Borís Pasternak
La historia de Pasternak remite a muchos de los testimonios que ha recogido en sus libros la Nobel Svetlana Alexiévich. De la admiración y  la defensa de la Revolución el escritor evolucionó hacia el desencanto, a medida que fue siendo consciente de la crueldad del régimen comunista, de la distancia existente entre las ideas que se acuñaban y las acciones represivas llevadas a cabo contra la población. Favorito de Stalin, que lo tenía en gran estima como poeta, y con el que llegó a entablar en una primera etapa una relación cómplice, al autor se le permitieron actuaciones que condujeron a otros a la muerte, pero en su fuero interno cada vez se sentía menos cómodo con la situación, con la realidad de un país que ocultaba la tragedia de los campos de concentración, donde la delación era premiada y cualquier gesto de disidencia motivo de persecución.
Todorov da cuenta de las distintas fases de un proceso vital complejo, de las dudas, ambivalencias, insomnios y liberaciones de un hombre que, lejos de cualquier tipo de opción combativa, apostó por su salvación personal y la de sus seres queridos, ayudando en la medida de sus posibilidades a amigos represaliados y compañeros de letras en situación de peligro (en su camino se cruza con los sombríos destinos de Ósip Mandelstam; de Anna Ajmátova; de Marina Tsvietáieva, a quien tanto admiraba y ante cuyo suicidio se sintió culpable por no haber sabido convencerla de quedarse en París y no volver a su patria). El alejamiento de lo público, la vida en contacto con la naturaleza, que le devolvió la alegría, y la concentración en la escritura de su gran obra, El doctor Zhivago, fueron sus modos de resistencia.
Favorito de Stalin, que lo tenía en gran estima como poeta, y con el que llegó a entablar en una primera etapa una relación cómplice, a Pasternak se le permitieron actuaciones que condujeron a otros a la muerte, pero en su fuero interno cada vez se sentía menos cómodo con la realidad de un país que ocultaba la tragedia de los campos de concentración.
El proceso de escritura de la novela que le dio fama mundial, algo inimaginable para él mientras estaba inmerso en la absorbente aventura, fue una especie de venganza, porque a través de esa obra trazó el retrato de su generación, la generación que creyó en la revolución y posteriormente se sintió engañada. Sólo escribir, seguir traduciendo a clásicos de todo el mundo y quedarse callado, no decir nada. Esa fue la salida del autor, que también experimentó un cambio en su estilo, un cambio hacia la claridad y el realismo, lejos de los simbolismos y los elementos preciosistas que caracterizaron la poesía de su juventud.
Pasternak ha elegido la insumisión, escribirá sin concesiones, sin tener en cuenta la censura, en otras palabras, aceptando la idea de que su libro jamás se publique (…) Pasternak escribe este libro para ser totalmente sincero consigo mismo, pero también porque es su deber de superviviente con aquellos que cayeron bajo los golpes, directos o indirectos, del régimen comunista (…) La decisión de no seguir intentando reconciliar exigencias incompatibles y escribir su libro sin preocuparse de si llega a publicarse permite a Pasternak acceder a un estado próximo a la beatitud, que durará diez años, desde 1945 hasta finales de 1955. La perfecta adecuación entre su persona y los grandes principios de su existencia le lleva a decir sí a la vida, pese a que la vida que le rodea no ha cambiado”, nos cuenta Todorov.
Y reflexiona sobre cómo la aceptación de la existencia, con toda su carga de desgracia, protege al escritor frente a las agresiones de fuera, lo inmuniza contra sarcasmos y opiniones negativas y le proporciona una cierta carga de valentía, puesta de manifiesto, por ejemplo, en 1946, en plena revolución cultural, cuando el partido exige más sumisión y aceptación de los dogmas a sus creadores. Entonces Pasternak realizó una lectura privada, “aunque colectiva”, de las páginas que ya tenía escritas de El doctor Zhivago, un acto que levantó críticas y ataques hacia su persona de destacados miembros de la Unión de Escritores que le consideraban un creador hostil a los principios revolucionarios. Pese a todo ello, no llegó la sangre al río. Se le seguía considerando intocable y años después, en la etapa del deshielo –propiciada por las denuncias de Jrushchov de los crímenes estalinistas – su gran novela salió a la luz en el extranjero, no en su país, donde se la consideraba contraria al espíritu soviético.
En plena revolución cultural, cuando el partido exige más sumisión y aceptación de los dogmas a sus creadores, Pasternak realizó una lectura privada, “aunque colectiva”, de las páginas que ya tenía escritas de “El doctor Zhivago”, un acto que levantó críticas y ataques hacia su persona de destacados miembros de la Unión de Escritores que le consideraban un creador hostil a los principios revolucionarios.
La publicación del libro levantó la ira de los gobernantes, que se enfurecieron aún más cuando el escritor recibió el Premio Nobel en 1958, acontecimiento que propició el éxito de la obra a nivel mundial. Admirado y leído fuera, Pasternak era en su tierra blanco de ataques en los medios, de calumnias de todo tipo. Tras ser excluido de la Unión de Escritores, tras ser amenazado con el exilio, se deprimió y llegó a plantearse el suicidio, pero finalmente optó por enviar un telegrama al comité Nobel rechazando el galardón y una carta a Jrushchov lamentando sus “errores y desvaríos”.
¿Se rindió finalmente Pasternak, cedió a las presiones, se dejó humillar? Su renuncia al Nobel nos indica que sí; pero, una interpretación más detenida, atenta a los deseos más profundos del escritor, nos lleva a pensar que hizo lo que su corazón le dictaba. No consiguieron echarle de su tierra, ni impedir que siguiera cerca de su familia. Y lo que es más importante, su obra, con toda su carga de verdad, siguió circulando. Su acto de insumisión no llegó más allá, pero tuvo un sentido.
No entendió para nada la toma de postura de Pasternak Aleksandr Solzhenitsyn, quien cuando aún era un perfecto desconocido, siguió con gran interés los acontecimientos, la persecución a la que fue sometido el autor del Doctor Zhivago. Él esperaba, como nos cuenta Todorov, que el poeta aprovechara la tribuna que le proporcionaba el premio para formular un gran discurso y atacar a sus detractores (no le dejarían volver, pero contribuiría a cambiar el discurrir del país, del mundo entero, pensaba) y se sintió hondamente decepcionado.
Aleksandr Solzhenitsyn
La historia de Solzhenitsyn, como decía antes, es muy diferente, mucho más guerrera que la de Pasternak. La política, la lucha, la defensa de los oprimidos, a través de su obra literaria, se convirtieron en las prioridades de su vida. Siendo soldado en la II Guerra Mundial, sus cartas con un compañero, en las que ambos criticaban a Stalin, fueron interceptadas y provocaron su detención y condena a ocho años en un campo de concentración. Ahí fue donde el escritor en ciernes encontró sentido a su existencia y empezó a fraguar una obra encaminada a contar la verdad; a convertirse en la voz de los millones de víctimas del gulag; a sacar a la luz esa narración subterránea, silenciada, desgraciadamente real, de los campos.
La denuncia fue, pues, su objetivo, su acto de insumisión. Desde un principio lo tuvo claro. No hay en su trayecto contradicciones, ni dudas, ni claudicaciones. Su recorrido es lineal, sin altibajos, como un guión perfectamente delimitado. Desde muy pronto, Solzhenitsyn se dio cuenta de que “existe una relación implícita entre la violencia, responsable de la existencia de los campos, y las mentiras que dicen al respecto”, leemos a Todorov, quien recuerda que el último texto que difundió el autor antes de ser expulsado de su patria se titulaba, precisamente, No vivir en la mentira, una especie de manifiesto en el que invitaba a sus conciudadanos, no ya a rebelarse, sino a abandonar el silencio, a no dar la espalda a la verdad.
Y seguimos pasando las páginas: “Solzhenitsyn no cree que la literatura por sí sola pueda derrocar al régimen, pero sí que debe desempeñar un papel fundamental. Al no traicionar la verdad, permite hacer comprensible el mundo que nos rodea, y por lo tanto aportar claridad a las mentes ciegas (…) Solzhenitsyn, que conoce la dureza de los campos, tiene un valor poco frecuente. Al convertirse en portavoz de los masacrados, de los desaparecidos, de los torturados y de los humillados, actúa con abnegación y se expone a ser severamente castigado. Sacrifica su interés individual en el altar del bienestar de todos”.
En este capítulo el ensayista nos acerca a las distintas etapas de la actividad literaria del autor de obras como El primer círculo o Archipiélago Gulag, quien al principio escribía sin esperanza de ver publicadas sus obras, pensando en las generaciones futuras; llegando incluso, mientras aún estaba en el campo –hasta 1953– a componer mentalmente sus textos o a memorizarlos después de haberlos escrito y destruido. Pero en un momento dado, no pudo soportar más la clandestinidad, empezó a difundir secretamente sus escritos y, ya en la etapa del deshielo, se animó enviar el manuscrito de uno de sus relatos, Un día en la vida de Iván Denísovich, a la revista más liberal de la Rusia del momento.
Más adelante, con Jrushchov detenido y la instauración de una nueva etapa de glaciación, llegó la hora de enviar sus obras a Occidente, y lo hizo a través de microfilms, estableciendo un protocolo muy detallado, a seguir en el caso de que le sucediera alguna desgracia. Consciente de que los dirigentes tenían cada vez más en cuenta las reacciones a sus políticas en el exterior, Solzhenitsyn se lanzó a la tarea de “escribir una representación global del sistema soviético de campos de concentración, una historia y geografía del sistema represivo de su país, bajo el título de El archipiélago Gulag”.
El tema del mal, la toma de conciencia de que éste “atraviesa el corazón de todo hombre y de toda humanidad”, la percepción del autor de que tampoco él queda libre de sus tentáculos, aleja a su obra, como indica Todorov, de posiciones moralizantes y le otorgan una mayor altura. La postura del escritor es cada vez más beligerante, sobre todo a raíz de la concesión del Premio Nobel en 1970. Denuncia abiertamente la persecución a la que es sometido por parte de los dirigentes y les escribe cartas que da a conocer públicamente, actos que forman parte de lo que él denomina la lucha del “ternero” contra el “roble”, una manera de ampliar los límites de su libertad, que acaba con su expulsión del país en 1974.
Consciente de que los dirigentes tenían cada vez más en cuenta las reacciones a sus políticas en el exterior, Solzhenitsyn se lanzó a la tarea de “escribir una representación global del sistema soviético de campos de concentración, una historia y geografía del sistema represivo de su país, bajo el título de El archipiélago Gulag”.
Cuando recibió el Nobel, Solzhenitsyn tampoco fue a Estocolmo a pronunciar ese gran discurso que tanto anhelaba desde la renuncia de Pasternak. En su caso, no asistió porque la Academia Sueca le dejó claro que no quería escándalos y porque consideró que su lucha sería más útil quedándose en su país. Años después, su intencionado, reiterado, enfrentamiento con las autoridades, provocó su exilio. Fuera de su tierra siguió denunciando las atrocidades cometidas por el régimen y no dudó en mostrarse crítico con el festival del comercio, del consumismo, de las democracias liberales, pero su voz, como explica Todorov, se confundió en la marabunta de voces, en el debate general. Ya era uno más, en libertad, no un individuo que arriesgaba a diario su vida.
La batalla de Solzhenitsyn demuestra hasta qué punto la literatura puede servir como arma. Las heridas que con sus escritos, con su actitud desafiante, infligió a “los cimientos ideológicos del régimen y a su legitimidad son profundas y ya no cicatrizarán. Diez años después de su expulsión, el nuevo hombre fuerte del país, Mijaíl Gorbachov, empezará a desmantelar el sistema desde arriba…”, seguimos leyendo.
Es muy interesante el contraste entre los dos escritores, la manera en que se enfrentaron a las mismas circunstancias. Solzhenitsyn, el hombre de acción acusa severamente a Pasternak, de carácter más contemplativo, quien pone por delante de la lucha el cariño de los suyos, la protección que ha de proporcionarles. Todorov encuentra indiscutible valor en los caminos de resistencia de los dos escritores. Argumenta que “con sus debilidades e imperfecciones, Pasternak, que sabe beber de la fuente de la vida, está más cerca de los hombres corrientes”, mientras que Solzhenitsyn, mucho más eficaz en el plano político, desde el punto de vista histórico, “ha  tomado un camino que pocas personas pueden seguir, en el que el individuo se confunde totalmente con la misión que cree que debe llevar a cabo”.

MANDELA Y MALCOLM X, CONTRA LA DISCRIMINACIÓN RACIAL

Nelson Mandela
Muy cerca de él, en la eficacia de su lucha, en su talante abnegado, en su capacidad de renunciar a la vida privada en favor de la colectividad, se encuentra otro personaje, el líder sudafricano Nelson Mandela. Mucho más cercano en el tiempo, sabemos de su valor, de su carisma y habilidades diplomáticas para acabar con el apartheid.  Pero Tzvetan Todorov nos acerca a su crecimiento, a su evolución, porque, además de ser un ensayo que reivindica la rebeldía, Insumisos es un libro sobre las transformaciones que se experimentan en la vida y que pueden llevar en una dirección o en otra totalmente opuesta. En Mandela reconocemos rasgos de Solzhenitsyn, sin duda, pero también de Germaine Tillion. Como la resistente francesa, él creía en la fuerza de la conversación para resolver los conflictos, práctica que puso en marcha con magníficos resultados.
Todorov nos lleva a plantearnos en qué consiste realmente la lección de Mandela y critica el cinismo de los líderes políticos que asistieron a su funeral en 2013; que alabaron su legado y se adscribieron a su senda, sin pudor alguno, mientras en sus países respectivos seguían optando por poner en pie las políticas de la desigualdad, de las intervenciones militares, de las represiones y las mordazas.
En el bonito discurso que pronunció en el funeral de Mandela, Barack Obama decía que todo hombre de Estado debería preguntarse: ¿he aplicado sus lecciones a mi propia vida? Constataba que la lucha contra el racismo había conseguido algunas victorias también en Estados Unidos, mientras que la lucha contra la pobreza y la desigualdad, por la justicia social, no avanzaba, pero Obama no dijo una palabra sobre los combates que su país sigue librando con armas o recurriendo a la tortura que nada tienen que ver con el espíritu de Mandela”, seguimos las reflexiones del pensador, quien pone el foco en los campos de prisioneros de Guantánamo, donde EEUU decide encerrar a sus enemigos, reales o supuestos; en los ataques con drones a países lejanos; en las escuchas ilegales… Ninguna de esas prácticas tiene que ver con lo que defendía Mandela. Su virtud moral “no permite tal abismo entre palabras y actos”, nos dice.
Todorov nos lleva a plantearnos en qué consiste realmente la lección de Mandela y critica el cinismo de los líderes políticos que asistieron a su funeral en 2013; que alabaron su legado y se adscribieron a su senda, sin pudor alguno, mientras en sus países respectivos seguían optando por poner en pie las políticas de la desigualdad, de las intervenciones militares, de las represiones y las mordazas.
Observar de cerca el itinerario de este “insumiso excepcional” para saber en qué consiste exactamente su lección es lo que hace Todorov. Después de un camino lleno de descubrimientos, de experiencias duras y reveladoras que le llevan a conocerse mejor y a entender las grandezas y debilidades de sus semejantes (estuvo encarcelado durante veintisiete años, seis meses y seis días) Mandela consigue “alzarse por encima de los odios y los miedos, y se sitúa al margen de la eterna espiral de violencia” que había dominado el enfrentamiento entre los defensores del apartheid y los luchadores por el fin de la segregación racial. Del mismo modo que Etty Hillesum y Germaine Tillion, él supo separar a las personas del sistema (“en la cárcel”, escribió en sus memorias, “mi rabia contra los blancos se apaciguó, pero mi odio al sistema se intensificó”); optó por la benevolencia y puso en práctica, como nos dice el ensayista, “una actitud nueva para él y rara en los anales del activismo, que consiste en resistir sin odio y en fraternizar con el antiguo enemigo”.
Merece mucho la pena leer este capítulo en el que vemos a un hombre que abandona la rabia de su juventud y aprende, en su larga etapa de aislamiento, a escuchar, a cultivar la paciencia, a convencer a sus adversarios a través del diálogo. Imposible mejor mediador. Sin él la guerra civil en su país habría sido muy posible. “Como en el caso de Tillion su primera lealtad es con la humanidad, no con el grupo del que forma parte. Duda que sus compañeros le sigan de inmediato en el camino de las negociaciones, porque sus declaraciones son tan intransigentes como las del gobierno sudafricano”, escribe Todorov, quien recuerda que Mandela reveló que en su día decidió iniciar las negociaciones sin consultar ni pedir opinión a nadie más, porque corría el riesgo de que las conversaciones fueran rechazadas por el resto de militantes del Congreso Nacional Africano (ANC), fundado en 1912 para defender los derechos de la mayoría de la raza negra en Sudáfrica.
Damos un salto en el tiempo y vemos a Nelson Mandela convertido en presidente de su país el 9 de mayo de 1994. El camino ha estado lleno de obstáculos. Ha habido derramamiento de sangre, traiciones, trampas y una renuncia importante, la de la vida privada, familiar. Nos dice el autor de Insumisos que “virtud moral y habilidad política son inseparables en Mandela”, que “pasa de la moral a la política, y viceversa, con tanta comodidad que ya no sabemos donde está la frontera entre ambas”; que “cada una de ellas es fin y medio a la vez, pensamiento y vida”. Repasa el filósofo e historiador las etapas y transformaciones en la vida del líder, reconoce las enseñanzas a las que llega, las lecciones a las que nos referíamos antes, tan difíciles de encontrar en los dirigentes políticos actuales.
Nos dice el autor de Insumisos que “virtud moral y habilidad política son inseparables en Mandela”, que “pasa de la moral a la política, y viceversa, con tanta comodidad que ya no sabemos donde está la frontera entre ambas”; que “cada una de ellas es fin y medio a la vez, pensamiento y vida.”
Argumenta que en la base de su actitud de madurez está el respeto al otro, que tanto cultivó con quienes eran sus vigilantes en la cárcel. Y “una exigencia consigo mismo que tiene que ver no con el miedo a perder el prestigio, sino con su propia mirada interior (o la de un dios omnisciente): mantener la dignidad en toda circunstancia, incluso cuando no hay testigos, y comportarse de acuerdo con las normas que se defienden en público”.
Malcolm X, nacido como Malcolm Little, y cuyo nombre oficial completo era El-Hajj Malik El-Shabazz
En el camino de la insumisión los pasos de Mandela se cruzan con los de otra personalidad carismática, Malcolm X, que en otro gran país, Estados Unidos, emprenderá también la lucha contra la discriminación racial. Su retrato es un apéndice dentro del capítulo dedicado a Mandela, un contrapunto. También son importantes las  transformaciones en la vida de quien de niño padeció la violencia del Ku Klux Klan y fue educado por una familia blanca después de que su padre, predicador, fuera asesinado y a su madre se le quitara la custodia de sus hijos.
La delincuencia y la cárcel primero y después la lucha política, desde el convencimiento de que a la violencia de los blancos sobre los negros había que responder con más violencia, llenan la primera etapa de la biografía de Malcolm X, hasta que el Islam, peregrinación incluida a La Meca, apareció en su camino. “El Islam, que hoy en día muchos europeos perciben como sinónimo de fanatismo , si no de terrorismo, será para él el camino que le llevará a la tolerancia y a la paz. Esta peregrinación ocupa para él el mismo lugar que la cárcel para Mandela, el de una revelación fulgurante y profunda”, escribe Todorov, resaltando que es a través de la humildad, de la fraternidad, como nuestro protagonista “se convierte en enemigo del racismo, del de los blancos hacia los negros, muy frecuente, pero también, aunque más raro, del de los negros hacia los blancos”.
Ambos activistas se convirtieron en “resistentes sin odio”, pero la vida de Malcolm X se truncó demasiado pronto (fue asesinado en 1965, con apenas 40 años de edad por sus antiguos hermanos de lucha de la organización Nación del Islam, para él tan significativa). Ambos han sido cruciales en el camino de la igualdad de derechos entre blancos y negros, una lucha que aún no ha acabado, como bien recuerda Todorov, aludiendo a recientes conflictos en Estados Unidos, a la ola de indignación de la población afroamericana ante el maltrato que sufre por parte de la policía, ante los distintos crímenes de jóvenes, a manos de agentes del orden, que han quedado impunes.
A través de la humildad, de la fraternidad, Malcolm X “se convierte en enemigo del racismo, del de los blancos hacia los negros, muy frecuente, pero también, aunque más raro, del de los negros hacia los blancos”, escribe Todorov.
La violencia no es parte del pasado, es presente. El camino de la resistencia no sólo está abierto sino que sigue siendo muy necesario en todas las partes del mundo, también en Occidente, donde los gobiernos presionan con el miedo y las desigualdades aumentan. Decir no, mantener la dignidad y la ética fue difícil ayer y lo sigue siendo hoy, en las sociedades neoliberales. Resistir al exceso de consumo; resistir ante el poder de quienes más tienen; ante los que controlan las empresas y los medios; no resignarse ni dar por bueno el todo vale… La resistencia nos acerca a personajes ejemplares, pero también se hace presente en el día a día, en los gestos cotidianos, en nuestros propios gestos…

SNOWDEN Y SHULMAN: EL PRESENTE

Edward Snowden
En el último tramo de su ensayo, Tzvetan Todorov nos acerca a dos insumisos de hoy: Edward Snowden y David Shulman. La historia del primero la tenemos muy presente; gracias a él hemos desenmascarado un poco más al gobierno de los Estados Unidos y hemos sido un poco más conscientes del peligro que conlleva el mal empleo por parte de los estados de las nuevas tecnologías. El segundo, prácticamente un desconocido fuera de las fronteras de Israel, visibiliza a quienes, desde dentro, quieren y luchan por la paz con el pueblo palestino.
Snowden nos ha demostrado cómo una nación puede espiar a dirigentes de otros países; acceder y utilizar los datos privados de sus ciudadanos, tras obligar a las empresas que trabajan con ellos a facilitarles información privada. “Varios observadores han señalado la sorprendente similitud entre esta actividad de vigilancia generalizada y las prácticas de los regímenes totalitarios, para los que era fundamental convertir a sus habitantes en hombres vigilados”, indica Todorov, quien retrata a Snowden como alguien que, por rectitud moral, por respeto a su conciencia y por patriotismo (no le ha movido ningún tipo de interés personal) optó por hacer público el delito que tan bien conocía por haber trabajado en organismos de información como la CIA y la NSA. Tuvo claro que su camino era la denuncia; tomó precauciones para llevar a cabo su plan, utilizando a intermediarios cualificados –periodistas– para que presentaran la noticia ante el mundo y no dudó en desafiar –él, un solo hombre– “al Estado más poderoso que haya conocido la historia humana”, consciente de que su vida iba a ser a partir de entonces una huida permanente.
David Shulman
Estamos sin duda ante un héroe de nuestros días, ante una persona que por contar la verdad está siendo perseguido. Su historia no tiene nada que ver con la de David Shulman, pero a ambos les une el afán de luchar por lo que consideran justo. Shulman, profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalén, forma parte de un grupo de voluntarios palestinos e israelíesimplicados por la paz para poner fin a la ocupación y defensor de la igualdad de derechos cívicos en Israel”.
Snowden tuvo claro que su camino era la denuncia; tomó precauciones para llevar a cabo su plan, utilizando a intermediarios cualificados –periodistas– para que presentaran la noticia ante el mundo y no dudó en desafiar –él, un solo hombre– “al Estado más poderoso que haya conocido la historia humana”, consciente de que su vida iba a ser a partir de entonces una huida permanente.
Pertenece al bando de los dominantes, no de los dominados, pero no acepta, como tantos otros, la política de su país con las poblaciones palestinas. Los medios que emplean los integrantes de este movimiento, denominado Dark Hope, “no son ni los explosivos, ni las discriminaciones, ni los encarcelamientos”, señala Todorov, quien nos cuenta que lo que hacen Shulman y sus compañeros de lucha es trasladarse a los territorios ocupados, a las zonas donde amenazan con expulsar a los palestinos, confiscar sus tierras y destruir sus casas. “La simple presencia de gente que protesta –presencia a menudo obstaculizada por cordones de militares y de policías que protegen a los colonos– permite a veces retrasar, incluso suspender, las medidas antipalestinas. Minúsculas victorias conseguidas sin violencia”, seguimos las palabras del autor.
Lo que hacen Shulman y sus compañeros de lucha es trasladarse a los territorios ocupados, a las zonas donde amenazan con expulsar a los palestinos, confiscar sus tierras y destruir sus casas. “La simple presencia de gente que protesta –a menudo obstaculizada por cordones de militares y de policías– permite a veces retrasar, incluso suspender, las medidas antipalestinas.
Ninguna lucha justa es en vano, leo ya al final de este perfil, cuando toca ir cerrando las páginas del libro. Me quedo con la frase y pienso también en los miembros de la PAH, que en España han paralizado e impedido desahucios en las peores circunstancias. Pienso en la utilidad de las movilizaciones, en la actitud desafiante de tanta gente que ha decidido cambiar la política en este país, a sabiendas de que toda la artillería del poder político y económico establecido iba a caer sobre ella. No olvido la figura del ciberactivista Julian Assange, fundador de WikiLeaks, asilado en la embajada de Ecuador en Londres desde 2012  y tampoco el ejemplo de Berta Cáceres, la activista y ecologista hondureña recientemente asesinada. Todos ellos merecerían estar en este recorrido. Todos ellos y muchos más, figuras públicas y, también, hombres y mujeres anónimos cuyas acciones deberíamos admirar, aplaudir cada día. Nada que ver con los perfiles mediáticos que nos suelen ofrecer los medios, con las noticias demasiado frecuentes de fortunas a salvo en paraísos fiscales, con las historias de riquezas y posesiones que nutren el papel couché.

“Insumisos”, de Tzvetan Todorov, con traducción de Noemí Sobregués, ha sido publicado por la editorial Galaxia Gutenberg.
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OTRO ASUNTO. Hoy en Perroflautas del Mundo:
“Pagamos un precio de mil años de cárcel, pero conseguimos que casi nadie quisiera hacer la mili”



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